Javier
Navarro
Lorca, Murcia, 2001
Estudia Psicología en la Universidad de Granada
Bio
Escribe poesía y novela. Ha participado en las antologías Cuando dejó de llover: 50 poéticas recién cortadas (Sloper, 2021) y Ladrido (Bandaàparte, 2022). Su poemario, My mad sad diary, resultó finalista del I Premio de Poesía Letraversal; ahora se publica bajo el título Hasta que nos duelan las costillas (Cicely, 2023).
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Twitter e Instagram: javinavarrx
Poemas
El protagonista del poema
—que es de origen japonés,
está viudo
y tiene cáncer de garganta—
compra un billete destino a Inglaterra
sin saber hablar inglés.
Aterriza en el país quince horas más tarde
cuando el mismo sol que lo ha despedido le recibe
y se sienta en un banco a la espera de que su familia
—que no sabe nada de la muerte,
mucho menos de ese viaje—
cene en su casa de Japón
a la hora acostumbrada.
Cuando el reloj hace de las suyas
—cuando su cielo ya está oscuro—,
el hombre se pone en pie y anda hasta alcanzar
los barrios periféricos.
Respira ahí el ambiente, disfruta
del hedor:
en una pared en la que hay una pintada que dice
we are young and we are free
la orina y la cerveza dibujan lágrimas
en los grafitis de unos niños.
Sus ojos: un retrete
en el que alguien se vacía.
El hombre sonríe y piensa que algunas cosas
son siempre universales.
Detenido ante el muro, alumbrado por la luz
de una única farola,
el hombre escucha como música
los ruidos alejados:
sirenas de un coche policía, cristales estallando contra el suelo, algún insulto
parecido a I’m gonna fucking kill you, you owe me
a lot of fucking money
que reconoce tan solo
por la entonación de quien lo enuncia.
A pesar de ello el hombre solo se mueve
cuando escucha que alguien se aproxima.
Sus pasos son entonces
lentos y pesados,
se esfuerza en dejar clara su cojera.
Si el hombre ve gracias a la luz que la persona lo adelanta,
si comprueba en el asfalto que la sombra que hay detrás de la sombra de su cuerpo no
hace nada extraño,
—no saca un cuchillo, no empuña unas llaves, no amenaza con el cristal de una botella
—
suspira con alivio
y luego se entristece.
Al cabo de unas horas, cuando ya ha salido el sol, el hombre se dirige
—intacto y cabizbajo—
al bar que tiene peor aspecto
de todos los que ve.
Una vez dentro, recibido por una esvástica
y un grupo de skinheads que lo examinan,
rompe una botella, vocifera un insulto y sonríe al sentir
el puño de un neonazi
desfigurándole la cara.
Llegas a casa del trabajo y comentas algo
relativo a las ganas de besarme. Ah—
tienes la frente perlada de sudor
y las venas del cuello palpitando.
Cuando ocurre lo de siempre,
entras en la cocina, y cierras con un golpe.
Dispones todos los ingredientes en el cuenco
y una vez mezclados empiezas a amasar.
Pam, pam, pam. Al principio los movimientos
son más o menos espaciados,
pero luego, PAM,PAM,PAM, aumenta la velocidad
y en cierto modo la violencia. Tu cuerpo ahora
se ve turbio desde aquí— aunque tal vez se deba
a otro tipo de cuestión. PAMPAM
PAM. Das forma a lo que luego comeremos
como si fuera un saco de boxeo.
Al cabo de un tiempo depositas la masa
cuidadosamente en la bandeja, te aseguras
de que desaparezcan las marcas de tus dedos.
La superficie es lisa. Tu cara, en cambio— no.
Configuras el horno para que la temperatura sea la adecuada,
y luego te sientas frente a él y te dedicas a esperar
con la simpleza de los gestos que nos hacen ser humanos.
Me gustaría ser un pan. Quizá solo de ese modo
pueda saciarte cuando llegas.